Como premonición de que el verano entra en su recta final, el fin de semana apareció gris y un tanto tristorro, incluso pasado por agua. El Pirineo y otros compromisos con sierras lejanas quedan en esta ocasión relegados a futuras jornadas. Así que una salida por las proximidades de Zaragoza se presenta como deseada y María de Huerva y sus barrancos, bien merecen una visita tras varios meses sin haberme perdido por sus rincones. El sol y el viento, duros y habituales compañeros de otras veces, han cedido hoy su sitio a la quietud y al gris más absoluto.
Una pequeña mochila con agua y algún sólido, serán suficientes para afrontar la sucesión de repechos que van a hacer brotar inmediatamente las primeras gotas de sudor, señal del esfuerzo pero también de la elevada humedad que tenemos hoy. La mano del hombre quita momentáneamente la peculiar belleza que para algunos presenta esta salvaje zona tan próxima a la capital (no todos la acaban descubriendo, pero ya se sabe que para gustos están los colores ¿no?). La urbanización de Cadrete, los secos y pajizos campos de labor, las torres del tendido eléctrico, dejarán de ser visibles con un poco de esfuerzo y paciencia. Se quedarán abajo en cuanto se alcance algún cordal de los que separan los varios barrancos y barranquillos. Sube y baja para adentrarse en los misterios de estas profundas hendiduras, retorcidas y estrechas, en donde siempre nos sorprenderá ese sonido de lo desconocido o incluso su marcado silencio.
Con la cabeza gacha, intentando acomodar y colocar el ritmo y los pies a esta estrecha y empinada senda, erosionada tanto por las escorrentías de un agua que cuando cae difícilmente empapa, como por el trialero rodar de intrépidos ciclistas, nos vemos sorprendidos (por no decir asustados), con el repentino aleteo nervioso y cercano de una abubilla en plena huida. Siempre ha sido un ave que me ha parecido bella y elegante, por lo que su encuentro sirve para poner una nota de alegría y color en este día tan gris. Continuamos por el sendero que sube en dura rampa al cabezo de la Sal, tan plano en su cima como la plana en donde se asienta. Descendemos por donde acabamos de subir para así, bordear a continuación todos los cabeceros de los barrancos. Es agradable este tramo, te permite un correr rápido y el caminillo va describiendo un curioso eslalom protegido por unos pinos que se ven acostumbrados a la escasez de la zona. Nuevamente el aleteo de una abubilla rompe el silencio dentro (nunca mejor dicho, ya que a tramos, uno parece engullido por el terreno) del barranco de La Balsa. Quiero pensar que es la misma de antes y que nos volveremos a ver una vez pasada esta zona de estrechos, cuando alcancemos la balsa, en lo alto de la plana, aunque ahora se encuentre colmatada y llena de una espesa vegetación que permite pocas alegrías para calmar la sed de los seres vivos por aquí presentes. Me imagino que vamos haciendo el mismo recorrido, ella por lo alto y nosotros inmersos por estos fondos. Y si no es así, tal vez nos encontremos, dentro de un rato, el que cueste descender de nuevo al fondo del barranco y llegar hasta el del Sillón, hacia donde vamos. Se intenta así alargar poco a poco una mañana que, sin darse uno cuenta, se va consumiendo con rapidez. Seguimos atentos a los sonidos, deseosos de oir o ver de nuevo a la escurridiza compañera. Entre la espesura del bosque, a los pies del Cabezo, aparece, sorteando hábilmente y a toda velocidad el intrincado laberinto de vegetación, para posarse con elegancia en una arrugada rama y contemplar cómo, estos animales de dos patas, resopladores y sudorosos, a los que ha ido siguiendo con curiosidad durante su continuo deambular, alcanzan la cima del Sillón y consumen ansiosos las últimas gotas de agua, para volver por donde acaban de llegar. Qué extraños y sin sentido parecen estos animales.
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